La educación pública en Nicaragua,
igual que en casi todos los países empobrecidos del mundo, es el tipo de
educación al que acceden los hijos e hijas de las familias en situación de
pobreza. Esto dice que cualquier tipo de “cuota voluntaria” mensual por la
educación de sus hijos para este tipo de familias, que por lo general tienen
entre tres y cuatro hijos e hijas en edad escolar, es un mecanismo directo de
exclusión y segmentación escolar y de negación explícita y sin eufemismo del
derecho a la educación proclamado a grandes voces en la Constitución Política.
Por ello es que el cobro en las escuelas para completar el sueldo de los
maestros y pagar los servicios que no pagaba el Gobierno de la República a las
escuelas públicas del país, durante los diez y seis años neoliberales,
significó una fuente de mayor empobrecimiento de la familia nicaragüense.
El cobro
en la Educación Pública en Nicaragua, fue un hábito dañino para la formación de
niños y niñas, pues su incumplimiento era motivo de sanciones a los
estudiantes, convirtiendo a la educación en un sistema expulsivo y no atractivo
para importantes segmentos de la infancia y la adolescencia; lo más grave del
caso fue que, muchas veces, el cobro se ligaba a valoraciones del conocimiento,
y a puntajes calificativos que nada tenían que ver con el aprendizaje y la
creación de hábitos, valores, actitudes y virtudes de la niñez, sino todo lo
contrario, la formación de antivalores basados en que se puede aprender
comprando y se obtienen conocimientos y valores mediante el pago de dinero.
En el año
2002, con la aprobación de la Ley de Participación Educativa se buscó reducir
el énfasis financiero del modelo procurando definir las funciones de los
Consejos Directivos como mecanismos de participación de la comunidad educativa,
no obstante, los elementos perniciosos del modelo centrados en el dinero y el
mercado, tenían casi diez años de haberse instalado como un cáncer perverso y
maligno en las entrañas de las relaciones sociales escolares,
institucionalizándose con tal fuerza, que en lugar de desaparecer o bajar de
tono, pronto se adaptaron, mimetizaron y asimilaron a la normativa prevista en
la ley, provocando que las “cuotas voluntarias”, “las pulperías”, las
“actividades recaudatorias” y la alteración de las matrículas escolares para
inflar las transferencias, renacieron como hongos legales con nuevos bríos y nuevas
justificaciones en las prácticas escolares del país.
Pero si la
implantación del modelo financiero de la Autonomía Escolar en Nicaragua tuvo un
impacto negativo muy grande para las familias y las instituciones educativas,
igual o peor fue para la profesión magisterial, en tanto la relación
maestro-estudiante, en muchos casos, pasó a ser una relación mercantil, según
la cual, los maestros se convirtieron en los cobradores de las “cuotas
voluntarias” de sus propios alumnos, porque de ellas dependía su aumento
salarial mensual.
Si el
maestro no cobraba la mensualidad de sus alumnos, simplemente no recibía su
sobresueldo. Así, junto a enseñar matemáticas, geografías y normas de
comportamiento ciudadano, los maestros y maestras, tenían que asumir la
responsabilidad institucional de conseguir dinero para sí mismos, o para el
pago de los servicios del centro educativo no cubierto por la transferencia
gubernamental.
En el
ejercicio de estas prácticas, total y absolutamente alejadas de todo sentido
ético respecto a la profesión docente en Nicaragua, se llegó al extremo, de que
algunos maestros y maestras, quizá por pena, seleccionaran estudiantes para que
estos se encargasen de cobrar, a veces a gritos, a sus propios compañeros de
aula, cuyos padres no hubiesen pagado la mensualidad. Múltiples ejemplos de
humillación a los niños de hogares empobrecidos se recuerdan hoy producto de
estas prácticas excluyentes, discriminatorias e inhumanas.
Humillación
para la niñez y sus familias y escarnio para el magisterio nicaragüense.